El Evangelio del quinto domingo de Cuaresma capta la paradoja fundamental de la vida y la predicación de Jesús. “En verdad, en verdad les digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda sólo grano de trigo; pero si muere, produce mucho fruto. El que ama su vida, la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la conservará para la vida eterna”. (Juan 12: 24-25) En muchos casos y usando diversas imágenes, el Señor nos sigue diciendo: Si quieres ser grande, hazte pequeño. Si quieres ser el primero, sé el último. Si quieres vivir de verdad, muere a ti mismo. Si quieres la gloria del cielo, abraza la vergüenza de la cruz.
Este camino del Evangelio es un camino duro y misterioso, de hecho, un puro disparate o locura para quienes piensan en términos mundanos. El “yo” no redimido busca su propia seguridad, comodidad, intereses y placeres. Nuestra cultura equipa una vida exitosa con riqueza, posesiones, poder y belleza. Jesús ofrece un camino radicalmente diferente, prometiendo penurias, renunciación, sacrificio y la Cruz a quienes decidan seguirlo. Estas dos visiones del mundo son tan opuestas entre sí que vale la pena explorar las razones para acoger una vida cristiana.
Amando a Dios y a los demás
Como creyentes en Cristo, los católicos estamos convencidos de que la persona humana está hecha para la entrega de sí mismo, que la única manera de llegar a ser plenamente nosotros mismos, de experimentar la alegría, el amor, la comunión y hasta la salvación, es abrirnos plenamente al Otro; ese Otro es a la vez Dios mismo y otras personas. Estamos programados para las relaciones, lo que significa que las posesiones, la comodidad, el poder, la belleza o la riqueza nunca podrán satisfacer los anhelos de nuestro corazón. La vida que ofrece este mundo nunca podrá cumplir sus promesas de felicidad y satisfacción.
Cuando nos damos cuenta de esta verdad, abriéndonos a Dios y a los demás en un amor que se entrega, nos sorprende la alegría, la plenitud y la paz. La felicidad es un subproducto de una vida entregada en caridad; Si hacemos de la felicidad personal nuestro objetivo en la vida, paradójicamente, nunca la encontraremos, porque el foco sigue estando en nosotros mismos. El amor nos llama a salir de los estrechos confines de nuestro egoísmo y nos encamina por un camino de sacrificio, mediante el cual descubrimos el gran secreto del Evangelio: La buena vida está marcada por el servicio, la generosidad, el sufrimiento y la muerte del falso yo mientras que nos esforzamos por amar a Dios con todo el corazón, la voluntad, las fuerzas y la mente. ¿De qué otra manera podrían los mártires de nuestra amada Iglesia haber ido a sus terribles muertes con una alegría que normalmente marca una fiesta de bodas?
La importancia del ayuno
En este contexto, el ayuno adquiere un significado particular. Absteniéndonos de la comida o de cualquier otra cosa que nos dé placer, disciplinamos nuestro cuerpo y nuestra voluntad para buscar al Señor, para vaciarnos de la comodidad y la complacencia, para dejar más espacio para que Dios actúe dentro de nosotros y haga Su morada dentro de nuestra alma a través de la maravilla de la gracia santificante. En una vida llena de egoísmo, un espíritu hinchado, un corazón egoísta, el Señor no encuentra lugar para sentarse y conversar con nosotros, porque nuestro ego inflado está consumiendo todo el oxígeno de la habitación. El ayuno arroja nuestro falso ego al basurero, para que nuestro verdadero yo, el que Dios conoce y ama como una hija o un hijo amado, pueda vivir en el resplandor de lo divino.
Cuando hacía trabajo misionero en la República Dominicana, siempre me impactaba poderosamente el Miércoles de Ceniza cuando hablábamos de ayuno y sacrificio, porque muchas de las personas en nuestras comunidades comían una o dos veces al día como máximo, vivían en la pobreza durante todo el año, una pobreza que inicialmente ni siquiera podían imaginar, y se vieron confinados por las circunstancias de sus vidas a aceptar dificultades que hacen que nuestra Cuaresma más desalentadora parezca tremendamente complaciente. En este contexto, nuestros pequeños actos de ayuno y penitencia nos ponen en contacto con nuestros hermanos y hermanas hambrientos, pobres y que sufren en todo el mundo, y deberían impulsarnos a ayudar.
Todos los años dejo el café porque es lo que más me cuesta. ¿Le importa a Dios que deje de consumir cafeína durante 45 días? ¿Eso le impresiona? Probablemente no, pero me ayuda a concentrarme en Él. Cuando se me antoja una taza de café, recuerdo que puedo vivir sin café, pero no puedo vivir sin Dios. Necesito recurrir a la oración, la Biblia, el Rosario, y las acciones caritativas de forma más natural y sencilla que correr hacia la cafetera para tomar una nueva infusión de energía. ¡Este rechazo de las comodidades inocentes fortalece mi voluntad de disciplina y sacrificio en la lucha cristiana por la santidad para que, mientras luchamos contra el Maligno y el falso yo, podamos resucitar con el Señor esta Pascua con una mente y un corazón renovado!