Todos lo hemos escuchado antes: el Adviento es un tiempo de preparación. Para Navidad, sí, pero de manera más profunda, para recibir a Jesús en su triple venida: en la historia con la Encarnación, que celebramos en Navidad; en misterio, cuando lo recibimos en los sacramentos; y en majestad, cuando vuelva en el Juicio Final. Dado lo rápido que pasa el Adviento (¡especialmente este año!), puede ser útil situar la historia de la Navidad en el arco más amplio de la historia de la salvación. Entonces, en las semanas previas a la Navidad, compartiré los cuatro puntos principales del kerigma, que es la proclamación básica de las Buenas Nuevas de Jesucristo, utilizando el librito del Obispo Hying, Proclamando Valientemente el Evangelio. En este primer artículo, hablaré sobre la grandeza de la creación.
Un regreso a la maravilla
Nuestra mejor aproximación científica sitúa el universo en 94 mil millones de años luz de diámetro. ¿Sabes cuánto dura un año luz? Un año luz equivale aproximadamente a 6 billones de millas, por lo que vivimos en un universo que tiene unos 540 sextillones de millas de diámetro. Es más, hay aproximadamente 100 mil millones de estrellas en nuestra galaxia, con entre 200 mil millones y 2 billones de galaxias en el universo. ¡Son alrededor de 200 mil millones de billones de estrellas!
Si miramos la historia de la creación en Génesis 1, la creación de las estrellas es casi una frase descartable: “Dios hizo que dos grandes astros –el astro mayor para presidir el día y el menor para presidir la noche– y también hizo las estrellas” (Génesis 1:16). Difícilmente podemos comprender la escala de una sola estrella: nuestro Sol es relativamente pequeño, pero aun así se necesitarían 1.3 millones de Tierras para llenar el volumen del Sol.
Dios no sólo creó 200 mil millones de billones de estrellas, sino que lo hizo sin esfuerzo. El Salmo 33 dice: “La palabra del Señor hizo el cielo, y el aliento de su boca, los ejércitos celestiales [es decir, las estrellas]”. Simplemente sopló las estrellas para que existieran. ¡A la luz de todas estas cosas, no podemos evitar sentirnos llenos de un espíritu de asombro y maravilla!
Entonces, incluso a un nivel únicamente humano, queremos darle sentido a este maravilloso universo. ¡Seguramente no todo puede ser un accidente sin sentido! Bueno, gracias a las Escrituras sabemos que no lo es. Dios creó todo libre y deliberadamente. ¿Pero por qué? El Señor es perfecto en sí mismo y no nos necesita.
Dios es amor
La única respuesta es puro amor. El amor de Dios, su propia naturaleza, se desborda en la obra de la creación. Dios creó todo de la nada y lo declaró bueno, coronándolo con la creación del hombre y de la mujer —tú y yo— a su imagen y semejanza. No hicimos nada para merecer nuestra vida o hacerla realidad. Todo lo que tenemos, la existencia misma, es puro regalo de Dios.
Como si nuestra vida y todas las maravillas de la creación no fueran suficientes, Dios tenía más en mente para nosotros. Si escuchaste El Catecismo en un Año de Ascension Press, desde el principio habrás escuchado que “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada” (CIC, §1). Dios nos hizo a su imagen, con una voluntad, un corazón, un alma, una mente y un cuerpo, para que podamos tener una relación con Él ahora y, oramos, por toda la eternidad.
Así pues, desde el principio fuimos creados por amor y creados para el amor. Nos encontramos en relación con los demás, dando y recibiendo amor. Esa es nuestra identidad más profunda.
O, como lo expresa el Obispo Hying, “Somos hijos de Dios, destinados a vivir para siempre, y estamos aquí en este mundo por un tiempo muy corto para enamorarnos del Señor, descubrir la belleza de nuestra existencia en Cristo, y hacer la obra para la cual Dios nos ha preparado desde toda la eternidad” (Proclamando Valientemente el Evangelio, p. 7).
Nuestra identidad proviene de nuestra pertenencia a Dios, y de ahí nuestra misión. El significado de todo esto es el amor. Todo es un regalo de Dios, y nuestra vida sólo tiene sentido en relación con Él, cuando recibimos Su amor y Su voluntad, y luego compartimos Su amor en el exterior.
Si desea obtener una copia del librito del Obispo Hying, comuníquese con Lorianne en la Oficina de Ministerio Hispano: Lorianne.aubut@madisondiocese.org / (608) 821-3178.
Plan de acción de Adviento:
¿Dónde experimentas más fácilmente la bondad y la grandeza de Dios? Podría ser en la naturaleza, a través del arte o la música, pasar tiempo con amigos cercanos y familiares, o cualquier otra cosa. Encuentre un día cada semana (o, mejor aún, un momento cada día) para esta actividad y reflexione sobre la pregunta del Obispo Hying sobre dónde y cómo experimenta “las huellas divinas” en su vida.