Artículo original de ewtn.com
Dijo Jesús: “Todo el que se humilla será enaltecido”. En Sudamérica es muy popular San Martín de Porres y hasta se han filmado hermosas películas acerca de su vida y milagros. Es un santo muy simpático y milagroso.
Nació en Lima, Perú, hijo de un blanco español y de una negra africana. Por el color de su piel, su padre no lo quiso reconocer y en la partida de bautismo figura como “de padre desconocido”.
Su infancia no fue demasiado feliz, pues por ser mulato (mitad blanco y mitad negro, pero más negro que blanco) era despreciado en la sociedad.
Aprendió muy bien los oficios de peluquero y de enfermero, y aprovechaba sus dos profesiones para hacer muchos favores gratuitamente a los más pobres.
A los 15 años pidió ser admitido en la comunidad de Padres Dominicos.
Como a los mulatos les tenían mucha desconfianza, fue admitido solamente como “donado,” o sea un servicial de la comunidad. Así vivió 9 años, practicando los oficios más humildes y siendo el último de todos.
Al fin fue admitido como hermano religioso en la comunidad y le dieron el oficio de peluquero y de enfermero. Y entonces sí que empezó a hacer obras de caridad a manos llenas.
Los frailes se quejaban de que Fray Martín quería hacer del convento un hospital, porque a todo enfermo que encontraba lo socorría y hasta llevaba a algunos más graves y pestilentes a recostarlos en su propia cama cuando no tenía más donde se los recibieran.
Con la ayuda de varios ricos de la ciudad fundó el Asilo de Santa Cruz para reunir a todos los vagos, huérfanos y limosneros y ayudarles a salir de su penosa situación.
Aunque él trataba de ocultarse, sin embargo, su fama de santo crecía día por día. Lo consultaban hasta altas personalidades.
Muchos enfermos lo primero que pedían cuando se sentían graves era: “Que venga el santo hermano Martín”. Y él nunca negaba un favor a quien podía hacerlo. Pasaba la mitad de la noche rezando. Iba a un crucifijo grande que había en su convento y le contaba sus penas y sus problemas, y ante el Santísimo Sacramento y arrodillado ante la imagen de la Virgen María pasaba largos tiempos rezando con fervor.
Sin moverse de Lima, fue visto sin embargo en China y en Japón animando a los misioneros que estaban desanimados.
Sin que saliera del convento lo veían llegar junto a la cama de ciertos moribundos a consolarlos.
A los ratones que invadían la sacristía los invitaba a irse a la huerta y lo seguían en fila muy obedientes.
En una misma cacerola hacía comer al mismo tiempo a un gato, un perro y varios ratones.
Llegaron los enemigos a su habitación a hacerle daño y él pidió a Dios que lo volviera invisible y los otros no lo vieron.
Cuando oraba con mucha devoción se levantaba por los aires y no veía ni escuchaba a la gente.
A veces el mismo virrey que iba a consultarle (siendo Martín tan de pocos estudios) tenía que aguardar un buen rato en la puerta de su habitación, esperando a que terminara su éxtasis.
En ocasiones salía del convento a atender a un enfermo grave, y volvía luego a entrar sin tener llave de la puerta y sin que nadie le abriera.
Preguntado cómo lo hacía, respondía: “Yo tengo mis modos de entrar y salir”.
El Arzobispo se enfermó gravemente y mandó llamar al hermano Martín para que le consiguiera la curación para sus graves dolores.
Él le dijo: “¿Cómo se le ocurre a su excelencia invitar a un pobre mulato? Pero luego le colocó la mano sobre el sitio donde sufría los fuertes dolores, rezó con fe, y el arzobispo se mejoró en seguida”.
Martín de Porres recogía limosnas en cantidades asombrosas y repartía todo lo que recogía. Miles de menesterosos llegaban a pedirle ayuda.
A los 60 años, después de haber pasado 45 años en la comunidad, mientras le rezaban el Credo y besando un crucifijo, murió el 3 de noviembre de 1639.
Toda la ciudad acudió a su entierro y los milagros empezaron a obtenerse a montones por su intercesión.