En estas últimas semanas nuestra Iglesia Católica ha celebrado muchas fiestas marianas, honrando a la discípula mayor, la Santa Virgen María.
Desde las fiestas de Nuestra Señora de Chiquinquirá (18 de noviembre), Nuestra Señora de la Divina Providencia (19 de noviembre), la Presentación de la Santa Virgen María (21 de noviembre), la Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María (8 de diciembre), hasta la más reciente, la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Patrona de las Américas y Estrella de la Nueva Evangelización (12 de diciembre), hemos caminado junto a ella como nuestro ejemplo y testimonio vivo del discipulado misionero. También nuestra rica mezcla de culturas anglosajona e hispana nos demuestra una visión, no nueva, sino diferente del catolicismo celebrado alrededor del mundo.
Cuando nos adentramos más en el misterio de nuestra fe, en el llamado misionero escrito por Jesús en nuestros corazones, y en la bendición de nuestra Madre María, podemos ver nuestra vocación misionera como la voluntad que tiene Dios para cada uno de nosotros. Veamos las palabras que le proclama nuestra Señora de Guadalupe a Juan Diego, santo a quien acabamos de celebrar el pasado 9 de diciembre. En la aparición, la Virgen le habla: “Juanito: el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios. Deseo que se me construya aquí un templo, para en él mostrar a mi hijo y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los que viven en esta tierra y a todos los que me invoquen y en Mí confíen”. El deseo máximo de Nuestra Señora es llevar al mundo a su hijo Jesús, y como discípulos, nuestra misión es exactamente llevar a otros a Jesucristo, siendo María, un vehículo directo a la compasión y misericordia de Dios Hijo.
La Virgen Maria nos recuerda también la importancia de la adoración, por eso le pide a Juan Diego un templo o iglesia para que juntos los pueblos puedan adorar al Señor. La adoración del discípulo misionero no tiene que consistir de mucha palabra o pensamiento, pero sí de mucha valentía y determinación de no apartarse del Señor. Las palabras, los cantos, y las oraciones en la Santa Misa son igualmente un vehículo para comunicarnos con Jesús mismo presente en la Eucaristía. La asistencia a la Misa dominical, uno de los cuatro hábitos del discipulado, es crucial para la formación y crecimiento del discípulo y para la santidad. Pero si leemos las otras palabras de Nuestra Señora de Guadalupe a Juan Diego, también podemos ver algunos de los otros hábitos del discipulado como la confesión mensual, la oración diaria, y el sacrificio personal. Con Maria y Jesús contamos con la compasión (la cual vemos cara a cara en el sacramento de la Confesión), con el auxilio (el cual ofrecemos en nuestras oraciones diarias al Señor), y la defensa (la cual fortalecemos cuando hacemos mortificación — nos negamos a nosotros mismos para en vez recibir a Cristo en nuestras vidas).
Que esta época de adviento y navidad, y mientras nos adentramos aún más a la iniciativa de evangelización, Vayan y Hagan Discípulos, nos demuestre nuestro llamado misionero de crecer en santidad y salir a evangelizar como la Virgen María misma lo hizo. Y como nos comparte el Santo Papa Juan Pablo II en su encíclica, Redemptoris Missio (“La Misión del redentor”) “siento que ha llegado el momento de comprometer todas las energías de la Iglesia en una nueva evangelización y en la misión ad gentes. Ningún creyente en Cristo, ninguna institución de la Iglesia puede sustraerse a este supremo deber: anunciar a Cristo a todos los pueblos”.