Continuación del artículo anterior publicado en la edición pasada.
Artículo en español publicado en catholiceducation.org
Volar alto
Cuando enseñamos sobre las virtudes, me gusta usar la imagen de los aviones. Me fascina la aviación desde niño. Me encantaba ir al aeropuerto y ver despegar y aterrizar a los aviones. Cuando viajaba en avión, siempre quería sentarme en la ventana para poder mirar el cielo por encima de las nubes y la tierra a lo lejos. Hasta este día, cuando la mayoría de los pasajeros prefieren un asiento en el pasillo, sigo eligiendo la ventana por la fascinación que siento cuando viajo en avión.
Ahora bien, les hago la siguiente pregunta: Ahora que saben la pasión que siento por la aviación, ¿querrían subirse a un avión conmigo al mando? ¡De ninguna manera! Puedo valorar la aviación y tener fuertes sentimientos por los aviones, pero si no tengo las herramientas (conocimiento y experiencia) para volar un avión, ustedes no querrán subirse a un avión conmigo como piloto.
Mi padre era cirujano y crecí acompañándolo al hospital y mirando libros y fotos sobre anatomía y procedimientos quirúrgicos. Tengo tiernos recuerdos de mi padre como cirujano y sigo teniéndoles mucho aprecio a los cirujanos. Sin embargo, ¿quién querría ir al quirófano si yo estoy a cargo de la cirugía sólo porque valoro tanto las cirugías? Lo veo difícil. Como nunca fui a la facultad de medicina y no tengo las herramientas para realizar cirugías, ustedes no querrían que yo los opere.
Estas son cuestiones del sentido común. Nadie se subiría a un avión con una persona que no cuente con las herramientas necesarias para volar un avión. Y nadie ingresaría al quirófano con una persona que no tenga las herramientas que se requieren para practicar una cirugía. Aún a nuestra edad, muchas personas se embarcan en sociedades, noviazgos e incluso matrimonios sin siquiera hacerse la pregunta fundamental de la virtud: ¿Esta persona tiene las virtudes — herramientas — necesarias para vivir bien este tipo de relación? ¿Esta persona es paciente, generosa, prudente, serena, humilde, disciplinada, etc.? Estas son tan solo algunas de las muchas virtudes que necesitamos para amar a los demás y para cumplir con los compromisos que asumimos con ellos.
¿Valor o virtud?
Cuando hablo en conferencias de matrimonios y familia, muchas veces hago a los esposos este par de preguntas: Primera: “¿Cuántos de ustedes valoran a sus esposas/os y quieren tratarlas/los bien?” Todos levantan la mano. Segunda: “¿Cuántos de ustedes hacen cosas que lastiman a sus esposas/os?” Todos levantan la mano otra vez.
Es fácil decir valoro a mi esposa, a mis hijos, a mis amigos y a Dios y es posible que desee con total sinceridad amarlos a todos. Sin embargo, se necesita mucho esfuerzo, práctica y gracia para adquirir las virtudes que necesito para ser efectivamente un buen esposo, padre, amigo y cristiano. Las virtudes son como poderes internos que nos ayudan a amar a los demás. Es más, las virtudes nos dan la libertad de amar y sin ellas simplemente no somos capaces de amar a los demás del modo que Dios pretende.
Este es un punto importante que debemos tener en cuenta. Cuando era más joven y escuchaba a las personas en la Iglesia que hablaban de las virtudes, tenía una visión individualista de la vida virtuosa. Tenía la impresión equivocada de que las virtudes tenían algo bueno meramente para mi propia alma: Para mi desarrollo moral o para mi vida espiritual. Humildad, piedad, amabilidad, prudencia, templanza — estas y otras virtudes parecían ser tan sólo buenas cualidades que se suponía que todos los católicos debían tener para ser buenos cristianos. Las virtudes eran como insignias que nos convertían en un buen “boy scout” para Dios.
Sin embargo, la virtud debe entenderse en forma relacional. Las virtudes no son importantes sólo para nuestra propia vida; son las disposiciones habituales — las herramientas — que necesitamos para amar a Dios y a las personas que Dios ha puesto en nuestro camino. La carencia de virtudes en determinadas áreas no sólo me perjudica a mí, sino que además afecta a las personas que tengo cerca de mí, quienes sufrirán las consecuencias de mi falta de virtud.
Por ejemplo, si no tengo la virtud de la generosidad, haré cosas egoístas que lastimarán a mi esposa. Si no tengo prudencia y paso muchas horas preocupado por mi trabajo y no demasiado tiempo con mis hijos, ellos sentirán los efectos de la imprudencia con que decido manejar mi tiempo. Si muchas veces la vida me abruma y me irrito, estreso o enojo con facilidad, las personas que me acompañan sufrirán las consecuencias de mi falta de paciencia y perseverancia.
Esto es lo más trágico que sucede cuando carezco de virtud: la misma medida en que carezco de las virtudes es la misma medida en que no soy libre de amar. No importa cuánto desee ser un buen hijo de Dios, un buen marido para mi esposa y un buen padre para mis hijos, sin virtudes, no daré lo mejor de mí al Señor de manera coherente, no honraré ni serviré a mi esposa con efectividad ni criaré a mis hijos tan bien como debería. Mi falta de virtud afecta la vida de los demás.
El Cardenal Joseph Ratzinger (quien fue el Papa Benedicto XVI) una vez dijo que, en nuestro mundo progresivamente secular y descristianizado, habíamos perdido “el arte de vivir”. Es más, en una era de confusión moral, donde el legado de las virtudes y la formación del carácter no se han transmitido de generación en generación, ya no sabemos cómo vivir bien la vida. Esta nueva serie de artículos explorará la tradición católica de las virtudes de manera práctica para que nos sirva para comenzar a recuperar “el arte de vivir”.