

Aún incluso con una lectura superficial de los Evangelios se ilumina la lucha entre Jesucristo y Satanás desde el comienzo mismo de la venida del Señor en la historia humana.
Y aun siendo un niño recién nacido, Jesús es percibido como una amenaza por el rey Herodes que busca destruirlo. Inmediatamente después de su bautismo, Jesús experimenta las tentaciones del diablo en el desierto.
Desde el comienzo de su ministerio público, Jesús expulsa demonios, mientras se enfrenta a los poderes de las tinieblas. Esta confrontación definitiva entre el Hijo de Dios y el diablo se desarrollará de manera definitiva y final en la muerte y resurrección de Jesús, que Simeón profetiza indirectamente a María y José en la Presentación en el Templo que celebramos hace unos domingos atrás.
El diablo es uno de los primeros en reconocer quién es Jesús y por qué ha venido a la Tierra. “Y había en la sinagoga un hombre poseído de un espíritu impuro, que comenzó a gritar; «¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido para acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios»” (Marcos 1:23-24).
Luchando contra el pecado y Satanás
El diablo tiene razón. Sabemos que Jesús vino a la Tierra, predicó, sanó, enseñó, perdonó, expulsó demonios y, en última instancia, murió en la cruz y resucitó de entre los muertos para derrotar el poder de Satanás y liberarnos de la oscuridad nefasta del pecado y la muerte.
El Señor no vino a construir una utopía terrenal, a limpiar el medio ambiente, a aliviar la pobreza mundial, a otorgar felicidad terrenal o simplemente a ser amable. La precisión de su misión, que nunca olvidó ni por un momento, fue destruir el poder del mal y rescatar a la raza humana del diablo.
Satanás es un ángel caído, uno que se rebeló contra Dios y siempre está buscando alejar a la humanidad del Señor y del camino de la salvación.
Si bien ciertamente no podemos culpar al diablo de todas nuestras acciones pecaminosas y egoístas, debemos reconocer con prudencia y sobriedad la existencia y las acciones de un espíritu maligno sobrenatural que quiere derrotar al Reino de Cristo y arrastrarnos a todos al infierno.
La modernidad suele descartar la posibilidad de la existencia de Satanás, y considera que esa creencia en lo demoníaco es un vestigio medieval arcaico que pretende justificar el mal que hay en el mundo. Como hemos dicho antes, ese reduccionismo no es la visión bíblica, ni debería ser la nuestra.
En cada uno de nosotros existe la lucha entre Cristo y el diablo, la gracia y el pecado, la vida y la muerte, el cielo y el infierno.
Nuestro rol en la batalla
Somos tan preciosos para Dios que Él envió a Su Hijo para rescatarnos del poder de Satanás, pero debemos aceptar la Buena Nueva salvadora del Evangelio y tomarnos en serio la tarea de erradicar el pecado de nuestras vidas.
Tenemos libre albedrío para elegir la bendición o la maldición. A partir del Bautismo, renunciamos a Satanás, a todas sus obras y promesas vacías, así como a la atracción del mal. Pasamos el resto de nuestro tiempo aquí tratando de vivir esas promesas bautismales a medida que crecemos hasta la estatura completa de Cristo.
Practicamos nuestra fe católica como discípulos del Señor, evangelizamos a otros en el poder del Evangelio, realizamos obras de caridad y servicio, todo porque deseamos apasionadamente que el Señor Jesús reine en nuestros corazones y nos convirtamos en los santos que Él nos ha llamado a ser. Queremos que todos se salven y regresen al hogar del Cielo.
Para que estos deseos santos florezcan y lleguen a buen término dentro de nosotros, debemos reconocer que somos pecadores y necesitamos un salvador.
Este humilde reconocimiento de nuestra necesidad radical de Cristo y de Su misericordia es un obstáculo difícil de superar para muchos hoy en día. Vivimos en una comodidad y una prosperidad material que las generaciones anteriores y muchas personas en el mundo de hoy ni siquiera podían imaginar posibles.
La ciencia y la tecnología nos dan la ilusión de que podemos controlarlo todo.
Podemos pensar fácilmente que no necesitamos a Dios; nuestra autosuficiencia puede hacernos complacientes e incluso ateos prácticos.
Nuestra sociedad posmoderna a menudo descarta la realidad del pecado personal o la necesidad de ser salvados de los poderes de las tinieblas.
Pensemos en los fariseos en el tiempo de Jesús que no creían que lo necesitaban. No podían aceptar a Cristo porque Él desafiaba radicalmente su forma de entender a Dios y a sí mismos. El Señor no podía hacer milagros por ellos y ni siquiera ganarse su atención porque sus corazones estaban cerrados a Su identidad y Su mensaje.
Mirando hacia el Señor
A veces, sólo un golpe fuerte puede despertarnos espiritualmente: una tragedia que no podemos deshacer, un problema que no podemos solucionar, una situación difícil que no podemos controlar, un pecado cometido que hiere profundamente a los demás y a nosotros mismos.
En esos momentos, cuando nos enfrentamos a nuestra humanidad quebrantada, a nuestras heridas dolorosas y a nuestros pecados consiguientes, podemos seguir intentando ser nuestro propio Dios o podemos recurrir al Señor y clamar por misericordia, perdón y salvación.
Pensemos en el Hijo Pródigo que finalmente recobra el sentido común y regresa a la casa de su Padre.
Cuando nos arrepentimos verdaderamente de nuestros pecados, admitimos nuestra incapacidad para salvarnos a nosotros mismos, sumergimos nuestras almas en los Sacramentos, especialmente la Eucaristía y la Confesión, y nos volvemos a Jesús, llegamos a conocer la alegría de la salvación, y el Señor derrota el poder del mal en nuestras vidas.
Este Año Jubilar de la Esperanza es un momento oportuno para arrepentirnos verdaderamente de nuestros pecados y entregar nuestras vidas a Cristo de una manera más profunda.
¡Que cada uno de ustedes conozca el maravilloso poder del Cristo resucitado obrando en su vida!