Continuando con nuestra publicación de la serie del documento de la USCCB sobre “El misterio de la Eucaristía en la vida de la Iglesia” (2021), concluimos la sección de la transformación en Cristo.
El papa Francisco nos ha advertido que en nuestra “cultura del descarte” debemos luchar contra la tendencia a ver a las personas como “desechables”:
Partes de la humanidad parecen sacrificables en beneficio de una selección que favorece a un sector humano digno de vivir sin límites. En el fondo “no se considera ya a las personas como un valor primario que hay que respetar y amparar, especialmente si son pobres o discapacitadas, si ‘todavía no son útiles’ — como los no nacidos — o si ‘ya no sirven’ — como los ancianos —”.
Como cristianos, tenemos la responsabilidad de promover la vida y la dignidad de la persona humana, y de amar y proteger a los más vulnerables entre nosotros: los no nacidos, los migrantes y refugiados, las víctimas de la injusticia racial, los enfermos y los ancianos.
El Concilio Vaticano II subraya la importancia de la reverencia hacia la persona humana.
“Cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer
lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupó por completo del pobre Lázaro”. El Concilio continúa diciendo que cuanto atenta contra la vida-homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado-; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas.
Así como la Eucaristía nos impulsa a escuchar el clamor de los pobres, y responder en el amor, también estamos llamados a escuchar el clamor de la tierra y, del mismo modo, responder con amorosa solicitud. El papa Francisco, como el papa Benedicto XVI antes que él, ha trazado elocuentemente la conexión entre la celebración de la Eucaristía y el cuidado del medio ambiente. Toda la creación da gloria a Dios, y camina hacia la divinización, hacia la unión con el Creador.
Esperamos el día en que todos esos males sean eliminados, cuando el Reino de Dios se establezca en su plenitud. Entonces, habrá un cielo nuevo y una tierra nueva, y la comunidad humana habitará en una nueva Jerusalén, en la que Dios mismo habitará con su pueblo (Ap 21, 1- 3). Nadie sufrirá por la pobreza, la injusticia o la violencia. Podremos vernos los unos a los otros como Dios nos ve, sin ninguna de las distorsiones causadas por el pecado o por estructuras de pecado como el racismo o las diversas manifestaciones de la cultura del descarte. Nadie será visto como “desechable”. Podremos amarnos unos a otros de una manera que refleje la manera en que Dios nos ama.
Si bien es demasiado obvio que en nuestro mundo actual el Reino no se ha establecido plenamente, nuestra comunión con el Señor muestra que el Reino de Dios no es simplemente algo que esperamos al final de los tiempos. El Reino ya está presente, si no en su plenitud: El Reino “ha venido en la persona de Cristo y crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados”, hasta su consumación cuando él venga de nuevo en gloria. El misterio del Reino permanece presente en la Iglesia porque ella está unida a Cristo como los miembros de un Cuerpo a su Cabeza. En la comunión que es la Iglesia, “existe ya y será consumado al fin de los tiempos ‘el Reino de los cielos’, ‘el Reino de Dios’”.
Dios no sólo nos ha llamado a salir de la indiferencia pecaminosa a hacer todo lo posible para contribuir a la venida del Reino; a través de Cristo nos ha dado la gracia que necesitamos para hacer esto. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia explica:
Los hombres renovados por el amor de Dios son capaces de cambiar las reglas, la calidad de las relaciones y las estructuras sociales: son personas capaces de llevar paz donde hay conflictos, de construir y cultivar relaciones fraternas donde hay odio, de buscar la justicia donde domina la explotación del hombre por el hombre. Sólo el amor es capaz de transformar de modo radical las relaciones que los seres humanos tienen entre sí.