Continuando con nuestra publicación de la serie del documento de la USCCB sobre “El misterio de la Eucaristía en la vida de la Iglesia” (2021), esta sección se enfoca en la Comunión con Cristo y la Iglesia.
C) Comunión con Cristo y la Iglesia
24. Cuando recibimos la Sagrada Comunión, Cristo se está dando a nosotros. Viene a nosotros con toda humildad, como vino a nosotros en la Encarnación, para que lo recibamos y nos hagamos uno con él. Cristo se entrega a nosotros para que podamos continuar el camino peregrino hacia la vida con él en la plenitud del Reino de Dios. El teólogo ortodoxo del siglo XIV Nicolás Cabasilas describió este sacramento diciendo: “En la Eucaristía, ‘con preferencia respecto a los otros sacramentos, el misterio [de la comunión] es tan perfecto que conduce a la cúspide de todos los bienes: en ella culmina todo deseo humano, porque aquí llegamos a Dios y Dios se une a nosotros con la unión más perfecta’”. A través de este sacramento, la Iglesia peregrina se alimenta, profundizando su comunión con el Dios trinitario y, en consecuencia, la de sus miembros entre sí.
25. El sacramento de la Eucaristía se llama Sagrada Comunión precisamente porque, al ponernos en íntima comunión con el sacrificio de Cristo, somos puestos en íntima comunión con él y, por él, entre nosotros. Por eso, la Eucaristía se llama Sagrada Comunión porque “la comunión de vida divina y la unidad del Pueblo de Dios, sobre los que la propia Iglesia subsiste, se significan adecuadamente y se realizan de manera admirable en la Eucaristía”. ¿Cómo podemos entender esto? El Evangelio de Juan cuenta que, cuando Jesús murió en la cruz, salió sangre y agua (Jn 19, 34), símbolo del Bautismo y de la Eucaristía. El Concilio Vaticano II enseña: “Este comienzo y crecimiento [de la Iglesia] están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado”, y que “del costado de Cristo dormido en la cruz nació ‘el sacramento admirable de la Iglesia entera’”. En esta imagen del Evangelio de Juan vemos que la Iglesia, la Esposa del Cordero, nace del amor sacrificial de Cristo en su ofrenda de sí mismo en la cruz. La Eucaristía re-presenta este único sacrificio para que seamos puestos en comunión con él y con el amor divino del que brota. Somos puestos en comunión unos con otros por este amor que nos es dado. Por eso podemos decir, “la Eucaristía hace la Iglesia”.
26. Primero somos incorporados al Cuerpo de Cristo, la Iglesia, a través de las aguas del Bautismo. Sin embargo, el Bautismo, como los demás sacramentos, está ordenado hacia la comunión eucarística. El Concilio Vaticano II enseña, “Los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con Él”.
Los Padres conciliares continúan, “Por lo cual, la Eucaristía aparece como la fuente y cima de toda la evangelización; los catecúmenos, al introducirse poco a poco en la participación de la Eucaristía, y los fieles ya marcados por el sagrado Bautismo y Confirmación, por medio de la recepción de la Eucaristía se injertan plenamente en el Cuerpo de Cristo”.
Por eso el Concilio llama al sacrificio eucarístico “fuente y cumbre de toda la vida cristiana”.
27. San Pablo subraya que esta comunión existe no sólo entre nosotros, sino también con quienes nos precedieron. Al dirigirse a la Iglesia en Corinto, los alaba por guardan las tradiciones tal como yo se las he transmitido (1 Cor 11, 2). Más adelante destaca la Eucaristía como tradición sagrada transmitida por Cristo a los Apóstoles, y que ahora compartimos: Porque yo recibí del Señor lo mismo que les he transmitido (1 Cor 11, 23). Durante cada Misa estamos unidos con todos los hombres y mujeres que alcanzaron la santidad, los santos, que nos han precedido.
28. La obligación de asistir a Misa cada domingo, el Día del Señor, en que conmemoramos la Resurrección de Jesús, y en otros días santos de precepto, es por lo tanto una expresión vital de nuestra unidad como miembros del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. También es una manifestación de la verdad de que dependemos totalmente de Dios y de su gracia. Una instrucción del siglo III sobre la vida de la Iglesia señala una de las consecuencias de faltar deliberadamente a Misa: “Que nadie prive a la Iglesia manteniéndose alejado; si lo hacen, ¡privan al Cuerpo de Cristo de uno de sus miembros!” San Juan Pablo II, escribiendo del domingo como “un día que constituye el centro mismo de la vida cristiana”, afirma además: “El tiempo ofrecido a Cristo nunca es un tiempo perdido, sino más bien ganado para la humanización profunda de nuestras relaciones y de nuestra vida”. Hemos renacido en el Bautismo y nos hemos alimentado de la Eucaristía para que podamos vivir en comunión con Dios y entre nosotros, no sólo hoy, sino también en la plenitud del Reino celestial. Adorar a Dios los domingos, entonces, no es la mera observancia de una regla sino la realización de nuestra identidad, de lo que somos como miembros del Cuerpo de Cristo. La participación en la Misa es un acto de amor.