Continuando con nuestra publicación de la serie del documento de la USCCB sobre “El misterio de la Eucaristía en la vida de la Iglesia” (2021), en la sección del Don, nos enfocamos en el Sacrificio de Cristo.
El Sacrificio de Cristo
10. Para comenzar a comprender el inmenso don ofrecido por Cristo a través de su Encarnación, Muerte y Resurrección, ese don que se nos hace presente en la Eucaristía, primero debemos darnos cuenta de cuán verdaderamente profunda es nuestra alienación de Origen de toda vida como resultado del pecado. Tenemos abundante experiencia del mal, y sin embargo muchos de nosotros negamos la causa de gran parte de ese mal: nuestro propio egoísmo, nuestros propios pecados. Como escribió san Juan en su primera carta, Si decimos que no tenemos ningún pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros (1 Jn 1, 8).
11. El pecado es una ofensa a Dios, una falta de amor a Dios y al prójimo que hiere nuestra naturaleza y atenta contra la solidaridad humana. Las capacidades, los talentos y los dones que hemos recibido de Dios están destinados a ser utilizados para el bien; no el bien falso e ilusorio que creamos para nosotros mismos en nuestro deseo egocéntrico, sino el verdadero bien que glorifica al Padre de bondad y está dirigido para el bien de los demás y, al final, también es bueno para nosotros. Cuando hacemos mal uso de los dones de la creación, cuando nos enfocamos egoístamente en nosotros mismos, elegimos el camino del vicio en lugar del camino de la virtud. Este egocentrismo es una herencia de la Caída de nuestros primeros padres. Sin la gracia de Cristo recibida en el Bautismo, fortalecida en la Confirmación y nutrida por la Eucaristía, este egoísmo nos domina.
12. En Cristo, sin embargo, lo que se había perdido por el pecado ha sido restaurado y renovado aún más maravillosamente por la gracia. Jesús, el nuevo Adán, “fue crucificado bajo el poder de Poncio Pilato”, ofreciéndose a sí mismo como sacrificio para que podamos recibir la herencia que se perdió por el pecado. Al ofrecer gratuitamente su vida en la cruz, Cristo nos permite poder llegar a ser hijos de Dios (Jn 1, 12) y heredar el Reino de Dios. San Pedro nos recuerda que Cristo [cargando] con nuestros pecados, subió al madero de la cruz, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Por sus llagas ustedes han sido curados (1 Pe 2, 24).
13. En la Última Cena, en celebración de la Pascua, Jesús hace explícito que su muerte inminente, abrazada libremente por amor, es sacrificial: Durante la cena, Jesús tomó un pan, y pronunciada la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen y coman. Este es mi Cuerpo”. Luego tomó en sus manos una copa de vino, y pronunciada la acción de gracias, la pasó a sus discípulos, diciendo: “Beban todos de ella, porque ésta es mi Sangre, Sangre de la nueva alianza, que será derramada por todos, para el perdón de los pecados” (Mt 26, 27-28). En las palabras y gestos de la Última Cena, Jesús deja claro que por amor a nosotros ofrece gratuitamente su vida por el perdón de nuestros pecados. Al hacerlo, es a la vez el sacerdote que ofrece un sacrificio y la víctima que es ofrecida. Como sacerdote, Jesús ofrece un sacrificio a Dios Padre, una ofrenda prefigurada por la ofrenda de pan y vino de Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo (véase Gén 14, 18; véanse Sal 109, 4; Hb 5-7 passim). Anticipando su Pasión en la institución de la Eucaristía, Cristo ha indicado las formas bajo las cuales su ofrenda de sí mismo se nos haría presente sacramentalmente hasta el fin de los tiempos.