Continuando con nuestra publicación de la serie del documento de la USCCB sobre “El misterio de la Eucaristía en la vida de la Iglesia” (2021), reflexionamos sobre la conversión.
C) Conversión
44. Cristo comenzó su ministerio público llamando a la gente al arrepentimiento y la conversión: arrepiéntanse y crean en el Evangelio (Mc 1, 15; cf. Mt 4, 17). Por tanto, es apropiado que, al comienzo de cada Misa, se nos invite a reconocer nuestros pecados para prepararnos a celebrar los sagrados misterios. Confesamos que hemos pecado, e imploramos la misericordia del Señor. Esto es necesario ya que todos somos pecadores y a veces no estamos a la altura de nuestra vocación como discípulos de Jesús y de las promesas de nuestro Bautismo. Necesitamos atender continuamente el llamado de Cristo a la conversión. Confiamos en su misericordia, la misericordia que contemplamos en su cuerpo partido por nosotros y en su sangre derramada por nosotros para el perdón de nuestros pecados. Debemos acercarnos al Señor con corazones humildes y contritos y decir con sinceridad: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme”.
45. Si bien todas nuestras fallas en hacer lo correcto dañan nuestra comunión con Dios y con los demás, ellas caen en diferentes categorías, reflejando diferentes grados de severidad. Esto nos lleva a la distinción entre pecados veniales y mortales. Los pecados veniales son aquellos pecados y faltas cotidianas que, aunque reflejan cierto grado de egoísmo, no rompen la alianza con Dios. No privan al pecador de la amistad con Dios ni de la gracia santificante. Los pecados veniales no deben tomarse a la ligera, pero no destruyen la comunión porque no destruyen el principio de la vida divina en nosotros. En efecto, la recepción de la Eucaristía fortalece nuestra caridad y borra los pecados veniales, al tiempo que nos ayuda también a evitar pecados más graves. El papa Francisco llamó la atención sobre este carácter medicinal de la Eucaristía cuando señaló que “no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles”. También nos advierte contra el error pelagiano de olvidar nuestra constante necesidad de gracia y pensar que vivir una vida santa depende de nuestra propia fuerza de voluntad.
46. Hay algunos pecados, sin embargo, que sí rompen la comunión que compartimos con Dios y con la Iglesia, y que ofenden gravemente la dignidad humana. Estos se conocen como pecados graves o mortales (véase 1 Jn 5, 16-17). Se comete pecado mortal por elegir libre, deliberada y voluntariamente hacer algo que implica materia grave y que se opone a la caridad, al amor a Dios y al prójimo.
47. No se debe celebrar la Misa ni recibir la Sagrada Comunión en estado de pecado mortal sin haber buscado el Sacramento de la Reconciliación y recibido la absolución. Como la Iglesia ha enseñado constantemente, una persona que recibe la Sagrada Comunión en estado de pecado mortal no sólo no recibe la gracia que el sacramento transmite; también comete el pecado de sacrilegio al no mostrar la reverencia debida al sagrado Cuerpo y Sangre de Cristo. San Pablo nos advierte que el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Que cada uno se examine a sí mismo antes de comer este pan y beber esta copa; porque si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación (1 Cor 11, 27-29). Recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo en estado de pecado mortal representa una contradicción. La persona que, por su propia acción, ha roto la comunión con Cristo y su Iglesia pero recibe el Santísimo Sacramento, actúa incoherentemente, reclamando y rechazando al mismo tiempo la comunión. Es, pues, un contrasigno, una mentira: expresa una comunión que de hecho ha sido rota.