Esta columna está dirigida a los fieles de la Diócesis de Madison. Cualquier circulación más amplia transgrede la intención del Obispo. |
Queridos amigos:
Al entrar en esta Semana Santa, somos muy conscientes de la ausencia del Obispo Bullock, del Obispo Wirz, de Mons. Wil Schuster, y de Mons. Tom Campion, quienes recientemente han sido llamados al encuentro con Cristo. Los extraño mucho personalmente y, sin entrar en detalles, la muerte de cada uno de ellos puede ser vista como el final de una era distinta en la diócesis de Madison. Su fallecimiento nos recuerda que, como dice la Escritura, “el mundo como lo conocemos está pasando”. La verdad de ese misterio nos incluye también a nosotros.
Hay mucho por lo cual estar agradecidos por la vida de nuestros dos buenos obispos y estos dos buenos sacerdotes, quienes ahora contemplan el rostro de Cristo. Los recordamos con esperanza e incluso con alegría, en términos del maravilloso camino por que el vivieron y murieron. Ese destino, claro está, no es otro que el Cielo.
Para cada uno de nosotros, el Cielo es el destino de nuestro camino en Cuaresma y Semana Santa, como nuestro Santo Padre señaló tan hermosamente en el Domingo de Ramos a los jóvenes de todo el mundo. A través de nuestra re-creación en Jesucristo, todos nosotros somos hechos para el Cielo, todos nosotros somos hechos para que nuestros corazones sean levantados a las alturas celestiales mientras cantamos el canto triunfal “¡Hosanna!” Nuestro destino celestial se nos ha abierto por la muerte y la resurrección de Jesucristo. Cuando Jesús entregó Su vida en la Cruz el Viernes Santo, escuchamos que el velo del templo se rasgó en dos y que muchos que estaban cautivos en sus cuevas fueron develados.
El velo del templo rasgado en dos es un símbolo del Cuerpo de cristo, que también fue “rasgado en dos” sobre la cruz. Y una vez más el velo del templo fue quitado, la barrera entre el Cielo y la tierra también fue retirada, para que Jesús pueda tomarnos a cada uno de nosotros de la mano, con Él, hacia el Cielo reabierto en el que, purificados de nuestros pecados, nuestros corazones estén final y completamente levantados, mientras cantamos “Santo, Santo, Santo”, junto a los ángeles y los santos, y con las almas del purgatorio. El misterio de lo que celebramos durante Semana Santa no es menos completo que eso.
El salmista dice: “Me enseñarás el sendero de la vida, me alegrarás de alegría en tu presencia”. El Señor ha hecho esto al llamar a nuestros obispos y sacerdotes William, George, Wil, y Thomas, para contemplar el rostro de Cristo.
Es un destino hermoso, lleno de esperanza para ti y para mí. Sucede sin embargo que, con frecuencia, muchos no piensan en el Cielo o en la vida después de la muerte. Cuando estamos viajando, tendemos a colocar en nuestras mentes y corazones, como punto fijo, nuestro destino, y si ese destino es maravilloso, entonces la experiencia previa es tan buena como la llegada: esa es nuestra experiencia humana común y ordinaria. Esa anticipación es un don especial para aquellos de nosotros que aún estamos vivos, corporalmente, y ha sido dada por Cristo de la manera más profunda. Aquel que coma Su cuerpo y beba Su sangre tiene vida eterna.
Todos estos misterios maravillosos llegan juntos en Semana Santa, mientras recordamos, con gran amor y gratitud, a nuestros obispos y sacerdotes quienes recientemente han ido al cielo para ver el rostro de Cristo y, de hecho, a nuestros seres queridos que han sido llamados a reclamar su ciudadanía en el cielo.
Que la esperanza, la alegría, y la bendita paz con la que Cristo mismo habló al mundo en el Domingo de Pascua esté con ustedes y todos sus seres queridos. Que la alegría y la esperanza y la paz sea su energía en cada bendito día del futuro, que Cristo espera sea una bendición para cada uno de nosotros.
Muchas gracias por leer esto. ¡Que Dios los bendiga a cada uno! ¡Cristo ha resucitado! ¡En verdad ha resucitado!