Esta columna es la comunicación del Obispo con los fieles de la diócesis de Madison. Cualquier divulgación más amplia va más allá de la intención del Obispo. |
Queridos amigos:
El jueves de la semana pasada comenzamos el Año de la Fe, que destaqué con una hermosa noche de oración, reunidos juntos con representantes de toda la diócesis. La reflexión que ofrecí a los presentes en realidad la pensé para todos en la diócesis y por eso la comparto con ustedes aquí:
Gracias a todos ustedes por venir juntos a disfrutar un tiempo de genuina oración juntos. Escuchamos en la lectura (2Pe, 1) que San Pedro recuerda, con hermosas palabras, su propia experiencia con Santiago y Juan, en el Monte Tabor en la Transfiguración de nuestro Señor. Fue un momento de anticipación de la gloria de la Resurrección, revelado de una manera inequívocamente poderosa: en la que Jesús, junto con el Padre y el Espíritu Santo se revelaron como Trinidad, como Luz. La luz de la aparición de Jesús en el Monte Tabor era enceguecedora. La suprema Verdad, la más poderosa luz que existe, la luz de la Santísima Trinidad, la luz de la Resurrección brilló magníficamente, de modo que Pedro, Santiago y Juan pudieron verla toda y dijeron: “es bueno para nosotros estar aquí”, así como hoy comencé esta noche: “es maravilloso que nosotros estemos aquí”.
El Concilio Vaticano II fue uno de sus “momentos de Transfiguración” en la historia de la Iglesia, Celebramos, con la inauguración del Año de la Fe, el 50 aniversario de la apertura de ese hermoso concilio. Fue una experiencia de transfiguración en la que la gloriosa luz del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la gloriosa luz y el poder de la Resurrección de Jesús brillaron sobre las deliberaciones de los Padres Conciliares durante tres años. Esa hermosa luz fue y es resplandeciente en los documentos del Concilio Vaticano II, que el Espíritu Santo cuidó mucho de inspirar. El Vaticano II fue uno de esos momentos de Transfiguración en donde la gloria de Dios brilló, mostrándonos la forma recibir lo que la Iglesia siempre ha enseñado (y que aún enseña) y hacerlo disponible de forma que pueda ser entendido por la gente de ese tiempo, entendido por la gente de nuestro tiempo.
Tenemos que seguir constantemente rogando que el Espíritu Santo derrame la luz de esos documentos sobre la Iglesia hoy. El Espíritu Santo brilla con la luz de la verdad sin obstáculos, sin ninguna reserva. Sin embargo, somos débiles y nuestra capacidad para recibir la luz de esa verdad es imperfecta. Y también la Luz que brilló en el Vaticano II, pero mientras tratamos de captar esa luz en los últimos 50 años, hemos tenido algunos éxitos y fracasos, y este Año de la Fe es un tiempo especial para permitirnos renovarnos en esa luz del Espíritu Santo, que brilló sobre el Concilio y sus documentos. Deseamos seguir cumpliendo una fiel implementación del Concilio Vaticano II, lo que requiere – en primer lugar y sobre todo – la evangelización, la nueva Evangelización, la tarea del Año de la Fe. Y, consultando con otras personas incluido el Papa Benedicto XVI, he elegido como nuestro lema particular aquí en la diócesis de Madison, “Evangelización a través de la belleza”.
El arte de vivir
Elegí el tema de la evangelización a través de la Belleza porque la belleza de la Trinidad y de la Resurrección brilló inequívocamente en el Monte Tabor en la Transfiguración, como brilló inequívocamente en la gloriosa Resurrección de Jesús. Y estamos llamados a volver al Monte Tabor, a volver a la tumba vacía, y encontrar descanso y alegría en el brillo de esa luz enceguecedora: como Pedro, Santiago y Juan. La belleza que proclamamos no es menor que la belleza del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, no menor que la belleza de Jesucristo resucitado de entre los muertos. ¿Y cómo vamos a vivir esa evangelización a través de la belleza durante este Año de la Fe que comenzamos, de manera especial la nueva Evangelización?
Hay dos formas y ambas nos fueron dadas esta semana por el mismo Santo Padre. “El arte de vivir” es un modo. Vamos a llegar a todos nuestros hermanos y hermanas: especialmente a los católicos que están alejados o tibios. El arte de vivir es lo que el Santo Padre nos llama a usar, a invitar a nuestros queridos hermanos y hermanas que están alejados o tibios. Esa es la tarea especial en la nueva Evangelización. ¿Ahora, qué queremos decir con “el arte de vivir”? Queremos decir dos cosas, el Santo Padre señala: 1) nos referimos a la confesión y 2) nos referimos a la caridad.
Nos referimos a la confesión en el sentido del Sacramento de la Penitencia, por supuesto, pero nos referimos a la confesión especialmente en el sentido de profesar la verdad de Cristo cuando somos confrontados por una cultura que no es amigable con esa verdad. El Papa Benedicto dijo que este Año de la Fe es nuestra peregrinación a través del desierto. El desierto es un lugar muy hostil, donde uno experimenta la ausencia de Dios. Y ese es nuestro mundo hoy. Ese es el “signo de los tiempos” que con mucha fuerza nos rodea y nos desafía: una cultura sin Dios, tratando de deshacerse de lo poco de Dios que queda. Es el secularismo que el Concilio Vaticano II confrontó como su enemigo, y que el Sínodo de los Obispos que se reúne ahora en Roma está confrontando nuevamente, en continuidad con el Vaticano II.
Confesión de fe
Sólo si estamos dispuestos a confesar con nuestra boca que Jesús es el Señor y creer en nuestro corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, es que seremos salvados (Rm 10, 9). Creer en el corazón significa que tenemos que renovar nuestra relación personal con Jesús. La relación con Jesús cambia la vida. Necesitamos preguntarnos: “¿he cambiado por mi relación personal con Jesús?” Algunos podrán decir “sí”, pero me temo que muchos hoy dirían “no”. Esa es la razón por la que la gente está alejada o es tibia.
Antes de llegar a ellos de un modo significativo, tenemos que asegurarnos de que nuestra propia amistad personal con Jesús es fuerte. Tenemos que renovarla y tenemos que confiar lo suficiente para poder confesarlo de boca. Tenemos que dejar que Jesucristo nos evangelice de una nueva forma, antes de que podamos llegar a otros. Antes de confesarlo de boca, tenemos que creer de un modo que cambie la vida, en nuestros corazones. Esa es la tarea del Año de la Fe y de la Nueva Evangelización y de nuestra Evangelización a través de la Belleza. Nuestras vidas, si confesamos con nuestra boca y creemos en nuestros corazones que Jesús es el Señor, serán así ese arte de vivir que nos hace un hermoso testimonio.
Pensamos en muchas cosas que queremos ser, pero con frecuencia no pensamos “quiero que mi vida sea hermosa ante el rostro de Jesucristo. Quiero que la luz enceguecedora de la Transfiguración se canalice a través de mi vida”. Vivir así es un arte, y sólo puede hacerse a través del poder del Espíritu Santo. Entonces para darse cuenta de la belleza como un don de Dios, tenemos que practicar el arte de vivir: confesar con nuestra boca y creer en nuestro corazón. Ese es el primer elemento del hermoso cuadro que tenemos que pintar con el “arte de vivir”.
El segundo elemento de ese hermoso cuadro es la caridad. El mundo fácilmente reconoce nuestra belleza con la caridad. Nuestra caridad es el evangelizar más convincente. “¡Vean cómo se aman los unos a los otros!” (Apologeticus 39, Tertulliano). “El que permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios vive en él” (1 Jn 4:16). “Ámense los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13:34): no de otra forma, sino “como yo os he amado”. Confiesen de boca, crean en el corazón y sus vidas serán artísticamente llenadas en la caridad.
Esa es la peregrinación a través del desierto en la que entramos ahora. En un mundo sediento y anhelante de Dios, lo confesamos a Él de boca, creemos en Él en nuestros corazones, y su Luz brilla a través del arte de vivir. Es una peregrinación que revelará la belleza de nuestras vidas, la belleza de la Iglesia, brillando para que todo el mundo la vea. La belleza de esa luz brillante de la Santísima Trinidad, la luz de la belleza brillante de la Resurrección de Jesucristo, es irresistible. Esa es nuestra misión.
Practicar el arte en la liturgia
Además de practicar el arte de vivir, como lo he descrito, también tenemos que ingresar en el arte de celebrar la liturgia. La liturgia es la fuente y cumbre de la vida cristiana. Es el principio y el fin. Así, si la liturgia es de algún modo desenfocada, entonces el arte de vivir y la Iglesia también lo estarán. Si creemos lo que decimos sobre la liturgia –especialmente la celebración Eucarística– entonces tenemos una obligación de practicar el ars celebrandi (el arte de la celebración) que nos viene de la Iglesia.
Y esto llama también a la conversión de muchos de nosotros, porque sucede en muchos casos que tratamos de modelar la liturgia de acuerdo a nuestros propios gustos y disgustos. Muchas veces los sacerdotes, usualmente junto con el pueblo, confeccionan o mezclan ciertos elementos propios con la liturgia. Muchas veces un sacerdote itinerante me ha dicho “sabe Obispo, cuando voy a diferentes parroquias, básicamente me dicen como decir Misa, ‘así es como lo hacemos aquí’ o ‘Padre, así no es como lo hacemos aquí’”. Esas instrucciones son necesarias, dice el sacerdote visitante, porque cada grupo tiene “su propia” Misa que les pertenece.
La liturgia no es algo que tenemos que confecciones o hacer distinto de parroquia en parroquia: tan distinto que a veces uno se pregunta si es la misma Iglesia Católica. Puede haber pequeñas variaciones a nivel local, pero nada que sea terriblemente notable.
La liturgia no es nuestra hechura. Como el Santo Padre dijo la semana pasada, la liturgia es celebrada por Dios y no por nosotros. Algunas veces actuamos como si la celebráramos nosotros, diciendo, “no nos gusta esto…”, “lo queremos de otra forma…”, actuando como si debiera estar de acuerdo a nuestros gustos y que sea para el disfrute del tiempo presente. La liturgia es la obra del Espíritu Santo, obra expresada en los libros para la liturgia que la Iglesia nos da. El arte de celebrar la liturgia es el arte de hacer bella y reverentemente lo que dice que hagamos en el libro, y decir lo que dice el libro. El Vaticano II no enseñó nada diferente a eso, el Vaticano II enseñó precisamente eso.
Modelando belleza para el mundo
Estamos juntos esta noche, por la gracia de Dios, para modelar belleza en la liturgia, belleza en el ritual, belleza en la música, belleza en nuestro ícono de San Rafael, belleza en las vestimentas, belleza en la iglesia, la gran belleza en la presencia de Jesús en el tabernáculo, belleza en las flores, belleza en las velas, belleza en el crucifijo, belleza en el incienso. En términos del rito, la Iglesia nos ha dado todo lo que necesitamos para la belleza y estamos llamados a cumplirla de la mejor manera que podamos. La belleza, la inspiración del Espíritu Santo está allí. Dios prohibió que siquiera pensemos que estamos llamados a mejorarla cambiándola. ¿Cómo podríamos mejorar la obra del Espíritu Santo? El arte de celebrar la liturgia está en el libro y entonces proporcionamos lo mejor en términos de belleza, como para seguir lo que el libro dice, de modo que la liturgia que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo quieren que tengamos, sea en efecto, la liturgia que tenemos: no la liturgia que alguien más quiere que tengamos. La liturgia nunca debe ser menos que hermosa.
Es sólo la liturgia que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo quieren que tengamos lo que nos une a los ángeles y los santos en el cielo. No importa tanto si le gusta a nuestra comunidad parroquial, sino que sea adecuada para los santos y los ángeles. Cuando se reúnen las comisiones de liturgia parroquial y deciden escoger las canciones para el domingo, alguna vez preguntan “¿esas canciones son adecuadas para los ángeles y los santos?” La belleza de a liturgia, revelada en el arte de celebrar, es nuestra principal atracción como Iglesia, porque la liturgia es la fuente y cumbre de la vida cristiana. Si queremos llegar con verdadera belleza, tenemos que hacerlo en términos de lo que recibimos de la Iglesia, en vez de en términos de lo que construimos. La liturgia siempre comienza con Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y nunca empieza con nosotros. La celebración de la liturgia, como dijo el Papa Benedicto, es para Dios y no para nosotros. Ese es un llamado al cambio de corazón en muchas instancias. Pero con el poder del Espíritu Santo de nuestro lado (si realmente nos damos al Espíritu Santo) ese cambio de corazón es sencillísimo. ¿Por qué quisiera hacer lo que quiero hacer, en vez de hacer lo que el Espíritu Santo ha pedido?
Entonces, la belleza de la Iglesia durante este Año de la Fe es la belleza del arte de vivir, la belleza del arte de celebrar para que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo nos hagan hermosos en Cristo: ¡Cristo transfigurado en la luz resplandeciente, a la gloria del Padre! ¡Alabado sea Jesucristo!