Esta columna está dirigida a los fieles de la Diócesis de Madison. Cualquier circulación más amplia transgrede la intención del Obispo. |
Queridos amigos:
El domingo, muchos de nosotros estuvimos unidos en la oración por las víctimas y los sobrevivientes, y todas las familias del 11/9, de una manera especial. Los hombres y mujeres que fueron afectados por este evento han sido todos invitados a participar en el sufrimiento de Jesús, que garantiza la Resurrección. Pero es una invitación al sufrimiento y, en ese sentido, fue un día sombrío de recuerdo y no podemos taparlo con un dedo o borrarlo, porque simplemente fue un día que cambió la manera en que vivimos, en nuestra vida cotidiana, una vez y para siempre.
Claro que hemos sido bombardeados con informaciones y reflexiones sobre el 11/9 en la televisión y en Internet. No había escapatoria a menos que uno simplemente evitara la mayoría de los canales ese día. Los medios hablaban mucho sobre las actitudes de venganza y se preguntaban: ¿ha sido nuestra represalia suficiente? ¿Nuestra respuesta estará algún día completa?
Pero, más allá de rezar por las víctimas, sobreviviente y sus familias, nuestro real punto en esto del 11/9 debe tener dos ejes de reflexión para todos nosotros. El primero debe ser una frase de apertura que está en la primera lectura del último domingo: “La ira y la cólera son cosas terribles” (Sir 27:30). Y el segundo debe ser cómo este tipo de cosas terribles deben ser superadas.
El verdadero alcance del mal
Diez años luego de lo ocurrido el 11/9, tenemos una idea clara, de hecho un “ícono” de que la realidad de la ira y la cólera son cosas realmente terribles. En vez de pensar solamente en las represalias, deberíamos pensar sobre lo terrible que es el mal, porque somos capaces de ver hasta dónde puede llegar el verdadero significado de la ira, la cólera y el terror, a través de los cuales un acto tan repudiable, un ataque de violencia impensable, puede hacerse invocando el nombre de Dios.
En el tiempo de los atentados, Juan Pablo II dejó en claro que no hay nada peor que un acto de odio cometido en nombre de Dios. Y el Papa Benedicto básicamente ha dicho lo mismo la semana pasada, en su mensaje a todos en los Estados Unidos.
Fueron miles de personas las asesinadas, precisamente en el nombre de Dios, y con eso lo que nuestro país necesita es pensar sobre lo terrible que es el mal, y cómo debemos estar motivados contra él, no solo en cuanto al mal en su forma “más pura” sino contra el mal que cometemos a través de nuestros pecados.
¡El mal es una cosa terrible! ¡El terror es otra cosa terrible! ¡El pecado es algo horrible! ¡Es algo muy serio! Es algo que de todas maneras nos afecta, de una forma u otra. ¡Y más importante que el poder del mal, sin embargo, es la fuerza necesaria para superar el mal!
El poder de la misericordia y el perdón
Hemos escuchado sobre ese poder el domingo pasado en el Evangelio (Mt 18:21-35). En la primera lectura hemos escuchado lo horrible que es el mal y en el Evangelio escuchamos sobre el remedio al mal. El único poder lo suficientemente fuerte para vencer al poder del mal es el poder de la misericordia, la fuerza del perdón, y esa es la razón por la cual en la Segunda Lectura se dice que “Cristo murió y volvió a la vida”, para que haya misericordia y los pecados puedan ser todos perdonados.
Jesús muestra la misericordia para conquistar el terrible poder del mal. Es el acto de amor que Él escogió específica y concretamente, fue misericordia. Y esa es la razón por la cual Jesucristo, crucificado por nosotros, es la misma misericordia. Él es misericordia.
Y María, cuyo patronazgo siempre buscamos, nunca falla en Su amor, como la Madre de la Misericordia. Ella es la Madre de Cristo, que ES misericordia, por lo que ella es la Madre de Misericordia.
“Ave Santa Reina, Madre de la Misericordia, nuestra vida, nuestra dulzura y nuestra esperanza”, debería ser nuestra oración, deberíamos estar muy interesados en la ayuda de la Madre de nuestro Señor y deberíamos estar muy comprometidos con la unión con Jesucristo, quien al morir en la Cruz, vertió sobre nosotros cataratas de misericordia increíbles para todo el mundo, en un flujo que destruyó el mal con tal fuerza que las peores cosas del mal que vemos ahora pueden ser derrotadas, a través del Señor.
La misericordia comienza hoy con cada uno de nosotros
Para nosotros, de manera muy real y profunda, la misericordia comienza hoy, con cada acto de perdón al que somos llamados. Cuando reflexioné por primera vez sobre estos asuntos, fui bendecido por estar con la gente de Boscobel, Muscoda, Avoca, y Clyde, quienes están completando la unión de sus comunidades en una familia parroquial, la Parroquia de Corpus Christi. Les pedí que consideraran todos los actos de perdón, a través de los años, en sus matrimonios, en sus familias, en sus comunidades, y entre sus comunidades, que habían hecho posible que ahora una comunidad en la fe esté en pie. Fue una tremenda celebración, con mucha gente fantástica.
Y lo mismo va para todos nosotros, ya sea que estemos en una fusión parroquial o no. Los actos de perdón y misericordia son los que nos permiten avanzar hacia adelante, en el amor, como un cuerpo unido, incluso a pesar de nuestros pecados individuales. Porque la misericordia de Cristo, derramada en nosotros, vence todas nuestras debilidades y nos hace parte de Su pueblo.
El 11 de septiembre nos da una perfecta lección sobre el mal y su poder y, más importante aún, una lección sobre la misericordia de Jesucristo con María, y el poder que la misericordia da en un mundo roto. No cedamos en nuestra búsqueda por la justicia (la misericordia y la justicia van de la mano), pero adhirámonos a María, al rezarle a su Hijo, para que verdaderamente seamos agentes de misericordia, una escuela de misericordia, para que el mal en el mundo y en nuestras vidas sean conquistados por la única fuerza lo suficientemente fuerte para hacerlo: ¡la misericordia!
¡Gracias a todos por leer esto! ¡Que Dios los bendiga a cada uno de ustedes! ¡Alabado sea Jesucristo!