Esta columna está dirigida a los fieles de la Diócesis de Madison. Cualquier circulación más amplia transgrede la intención del Obispo. |
Mientras caminamos en mayo, a través de este mes de María, nuestros corazones, con María, se siguen alegrando con la Resurrección de Jesús y nuestros ojos miran a Pentecostés. Mientras miramos hacia adelante a este acontecimiento, a la venida del Espíritu Santo sobre nosotros, estamos con María y así también con la Iglesia.
La Iglesia, el fin de semana pasado, nos dio algunas lecturas en las que, de modo oculto, ofrece una maravillosa anticipación de la Fiesta de Pentecostés. Todo el “ícono”, la imagen, de Pentecostés fue ocultada en nuestras lecturas del fin de semana. ¿Cómo así?
En la Segunda Lectura (Ap 21, 10-14; 22-23) escuchamos hablar de la “Jerusalén celestial” y cómo su muralla es construida sobre la base de los Doce Apóstoles: son el cimiento de lo que contiene la ciudad celestial. Y luego escuchamos, en el Evangelio (Jn 14, 23-29) que el Espíritu Santo nos enseñará todo lo que necesitamos saber y nos recordará todo lo que Jesús dijo e hizo. Mirando atrás, vemos en la primera lectura (Hch 15,1-2, 22-29), aquellas maravillosas palabras de la primera Iglesia Apostólica: “se veía bien para el Espíritu Santo y también para nosotros”.
Misterio de Pentecostés
En la primera lectura, los Apóstoles estaban reunidos en concilio, habían rezado, pero una vez que tomaron su decisión, podían confiar en atribuírsela no sólo a ellos, sino al Espíritu Santo: “se veía bien para el Espíritu Santo y por lo tanto también para nosotros…” que resolviéramos este problema particular de no unidad entre los seguidores de Cristo judíos y gentiles. “Se veía bien para el Espíritu Santo y también para nosotros” que resolviéramos este problema de esta forma. Esos primeros Apóstoles conocían el mensaje que el Señor les había dado en Pentecostés y se dieron cuenta de la autoridad que tenían al hablar en nombre del Espíritu Santo. Los Apóstoles vivieron y murieron por lo que dijeron en nombre de este Santo Espíritu.
El misterio de lo que ocurrió en aquella casa en Pentecostés, el misterio del Espíritu Santo descendiendo en lenguas de fuego y dándoles tantos dones hermosos, impacta nuestras mentes y nos hace pensar en la muralla de la Jerusalén celestial y sus cimientos. Cuando pensamos en esa temprana declaración apostólica: “se veía bien para el Espíritu Santo y también para nosotros…” nos damos cuenta de la misión que tiene el Espíritu Santo, desde el Padre y el Hijo, de enseñarnos la Verdad y recordarnos todo lo que Jesús dijo e hizo.
Mientras meditamos las lecturas del fin de semana pasado, el ícono de Pentecostés puede, al principio, estar oculto, pero luego, en su Verdad, se torna cada vez más concretamente revelado.
María ama perfectamente
Claro está, nuestra Señora estuvo presente en Pentecostés, entre los Apóstoles, como la Reina de los Apóstoles. Estaba justo en medio de Pentecostés. Y las lecturas nos recuerdan esto también como nuestro Santo Padre señaló muy acertadamente el domingo pasado. El Evangelio de Juan dice: “Si me aman, vendré sobre ustedes y haré mi morada en vosotros”. ¿De quién podría decirse eso más ciertamente que de María? Ella amó al Señor con toda su mente, todo su corazón y todas sus fuerzas. Amó al prójimo como a sí misma. Y el Señor vino a ella e hizo su morada en su vientre.
Tanto así amó. Ella fue la humana más grande que ha vivido, la más grande cristiana, la mejor discípula de Jesucristo: Nuestra Señora, Reina del Universo, Reina de los Apóstoles, Madre de Cristo y Madre de los Sacerdotes. Ella ama perfectamente, concebida sin pecado original, y así Dios vino a ella e hizo perfectamente su morada en ella. Y esa es la razón por la que ella es Madre de la Iglesia y modelo de la Iglesia. Así mientras amamos, Dios viene y hace su morada en nosotros.
Ésta es tal vez una mejor época para la temporada de Primera Comunión. Nuestros Primeros Comulgantes se convierten en aquellos que, por su amor, el Señor viene a ellos y hace su morada en esa especialísima forma que es la Eucaristía. De esta manera eucarística nuestros Primeros Comulgantes y todos aquellos que reciben la Eucaristía dignamente están con María y son como María. Qué hermoso sentido de agradecimiento debe elevarse de nuestros corazones al Señor, por ese gran don que es ofrecido a todos nosotros, y que es dado por primero vez a nuestros Primeros Comulgantes ahora en mayo.
María, memoria de la Iglesia
Nuevamente, a través de los Apóstoles, el Evangelio nos recuerda que Jesús nos enseñará a todos la verdad, por el poder del Espíritu Santo, y nos recordará todo lo que dijo e hizo. La primera depositaria de toda la Verdad y de todo lo que Jesús dijo e hizo es nuestra Santa Madre. Ella es, como nuestro Santo Padre ha dicho, la “memoria de la Iglesia”.
María es la perfecta memoria de lo que Jesús dijo e hizo, y de toda la Verdad –por eso la llamamos “Trono de Sabiduría”. María es la depositaria, la persona humana que encarna toda la Verdad que Jesús dijo e hizo. Y por Su amor por nosotros, Jesús viene y hace su morada en nosotros –no completamente, como Él hizo en la Reina del Universo– pero de manera mística, real, especialmente a través de la Eucaristía.
Así, en Pentecostés tenemos a los Apóstoles reunidos con María al centro, y el poder del Espíritu Santo se derramó sobre ellos, para que Jesús pueda venir y hacer su morada en nosotros, enseñarnos toda la verdad y recordarnos todo lo que Jesús dijo e hizo. Todo eso está bellamente escondido y luego revelado en las lecturas del fin de semana pasado. Y todo eso será lo que celebraremos en los siguientes días, en Pentecostés.
Mientras avanzamos hacia Pentecostés como Iglesia, no olvidemos nunca –especialmente en este mes de mayo– el muy especial lugar que María nuestra madre tiene en la historia de la salvación. No olvidemos nunca que es única. No olvidemos nunca que fue una mujer –la mujer– María, la Madre de Dios, quien fue escogida para ser la más grande cristiana, la discípula perfecta, y el ser humano más grande que ha vivido. Agradezcamos a Dios por ella y por las grandes mujeres en la Iglesia, especialmente nuestras hermanas consagradas, nuestras madres y nuestras abuelas, quienes nos recuerdan en nuestro mundo hoy cómo María misma dijo e hizo cosas cada día.
Gracias por tomarse el tiempo de leer esto. ¡Cristo ha resucitado! ¡Alabado sea Jesucristo!