Esta columna está dirigida a los fieles de la Diócesis de Madison. Cualquier circulación más amplia transgrede la intención del Obispo. |
La historia que hemos escuchado en el Evangelio del Domingo, la historia (como es llamada) del “Hijo Pródigo” es verdaderamente genial. Tengo un amigo obispo que siempre se refiere a ella, no como a la parábola del Hijo Pródigo, sino como la “parábola de los dos mocosos” (niños). En realidad, es exactamente eso.
Miremos brevemente al primer hijo. Refiriéndose a esta historia el pasado fin de semana, el Papa Benedicto habló sobre como, mientras los jóvenes crecen, se da en ellos un periodo de “dependencia infantil” de sus padres, durante el cual practican la “obediencia infantil”. Luego, en los años adolescentes, tienen la idea de que deben ser libres y más independientes de sus padres. Y luego cantan esa vieja canción “I gotta be free, I gotta be me”. (Tengo que ser libre, tengo que ser yo)
El primer hijo
Esa es precisamente la canción que el primer hijo de nuestra historia estaba cantando. Él era muy “normal”. Esa es la canción que el hijo cantaba cuando le dijo a su Padre, completamente fuera de lugar, “Padre, dame mi herencia”. No se supone que debiera recibirla sino hasta su muerte. Su pedido entonces era un profundo insulto, un profundo acto de irrespeto y de desobediencia al Padre. Pero estaba, como muchos otros adolescentes, sintiendo su libertad.
El hijo tomó lo que quiso y se fue lejos a una tierra distante del Padre. El hijo no quería estar cerca de él y quería vivir esta nueva autonomía y libertad. Eventualmente, vio que estaba lleno de vacío. No tenía dinero, no estaba orgulloso de nada de lo que había hecho y estaba, ciertamente, muy avergonzado. Entonces, se dijo a sí mismo, tal vez pueda volver y tener una relación distinta con mi Padre. Y así volvió a casa de su Padre y dijo: “No merezco entrar, trátame como a uno de tus sirvientes”.
El Padre no puso atención al discurso que el hijo había practicado y corrió, lo abrazó, y organizó una celebración. Así el primer hijo pasó de la obediencia infantil a la dependencia, a la obediencia respetuosa al Padre y al deseo, nuevamente, de pertenecer a la casa del Padre. Claramente comenzó como un “mocoso” pero claramente, también, no terminó así.
El segundo hijo
Ahora miremos al segundo hijo. El Santo Padre dijo que el segundo hijo se quedó atrapado, toda su vida, en esa primera etapa del desarrollo de un pequeño: estaba atascado en un periodo de dependencia y obediencia infantiles a su Padre, aunque en edad se hacía mayor. Pero era lo suficientemente normal para desear sentir su independencia y libertad todavía allí –pese a que las silenció toda su vida– y, al regreso de su hermano estaba furioso.
Así, el que siempre había estado con el Padre, compartiendo lo que él tenía, “rechazó entrar a la casa del Padre” cuando su hermano menor volvió. Había querido rechazar por años, pero estaba atascado en la dependencia y la obediencia infantiles, y cuando llegó al punto de quiebre erupcionó como un volcán al estilo de ““I gotta be free, I gotta be me”.
Sabemos que el hijo mejor “volvió en sí”, pero no sabemos qué pasó con el mayor. No tenemos esa información. El mayor rechazó la casa del Padre, aunque él le recordó: “tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Sin embargo nunca hemos escuchado dijo o hizo en este punto. No sabemos si el hijo mayor maduró respecto a la obediencia y a la pertenencia a la casa del Padre.
Un retrato humano
Finalmente, cuando miramos a estos dos hijos, vemos que realmente nos representan. En todos nosotros, por el pecado original, hay algo que nos hace no querer pertenecer realmente a nuestro Padre y vivir en Su casa. Si vives en la casa del Padre, lo respetas y juegas con sus reglas, de manera similar a las familias humanas.
El hijo menor pudo irse muy lejos de su Padre, pero luego volvió en sí. El mayor se quedó con el Padre día tras día, con la obediencia y la dependencia infantiles, y cada año odiaba todo más y más, hasta que algo reventó y rechazó entrar a la casa del Padre. Somos como uno o como el otro. Hay algo sobre pertenecer al Padre y entrar a Su casa a lo que nos resistimos.
Entrar en la casa del Padre es tener la alegría total, pero entrar a la casa del Padre también es tener una seria responsabilidad para hacer el trabajo del Padre en el mundo. Y hay elementos de esa responsabilidad que cada uno de nosotros está tentado a rechazar. ¿Cuánto realmente queremos estar en la casa de nuestro Padre? ¿Cuán desesperados estamos por entrar en Su casa? Qué tan dedicados estamos en pertenecer al Padre, completamente, en Su casa? ¿Cuánto queremos ser como Jesús?
Recordemos, es el mismo San Lucas que narra la parábola de Hijo Pródigo quien también cuenta la historia de la desaparición de Jesús de sus padres en la caravana camino a Jerusalén, cuando tenía 12 años. ¿Y qué les dijo cuando lo encontraron?: “¿No sabían acaso que tengo que estar en la casa de mi Padre?” Jesús ama a Su Bienaventurada Madre y a San José, pero la misión del Padre va primero. Él pertenece a la casa del Padre y allí es donde quiere estar.
Espero que todos nosotros, cuando renovemos nuestras promesas en Pascua, podamos decirlas con gran alegría. En Pascua, estaremos jubilosos si podemos decirle al mundo, que con frecuencia sufre la ausencia de Dios, “¡¿No sabían que tengo que estar en la casa de mi Padre y que pertenezco completamente a Él y que es allí que debo estar?! ¡Esa es la expresión de la Pascua verdaderamente alegre y el gozo de la resurrección!
Gracias por leer esto. Bendiciones cuaresmales a ustedes y a sus seres queridos. ¡Alabado sea Jesucristo!