Esta columna está dirigida a los fieles de la Diócesis de Madison. Cualquier circulación más amplia transgrede la intención del Obispo. |
Queridos amigos,
Hace dos semanas tuve la suerte de regresar al campus de la Universidad de Notre Dame. Mientras estuve allí saqué partido de este regreso al lugar en que pasé algunos años enseñando filosofía y sirviendo al personal del Seminario Moreau (siempre recuerdo con cariño los 11 años que pasé en campus universitarios, en Notre Dame y otros más).
Las siguientes son las palabras que escogí para esa ocasión, al celebrar la Liturgia de las 10:00 a.m. en la Basílica del Sagrado Corazón del campus:
El Evangelio de hace algunas semanas (Mc 7:31-37) dirige nuestra atención a los sentidos del oído y el habla. El hombre del que habla el Evangelio tiene un impedimento para hablar y es sordo. Y esto tiene sentido porque, en muchas circunstancias las personas con dificultades para hablar tampoco puede oír, porque es a través del oído que uno aprende a hablar. (Esto explica por qué tenemos que estar atentos a lo que hay en la televisión mientras los niños aprenden a hablar: ¡ya que ellos pueden repetir algunas cosas en el peor de los momentos!)
Entonces, el oído y el habla, prácticamente, van de la mano. Y lo que deseamos es ambas capacidades. Eso es lo que Jesús le restituyó al hombre que era sordo y mudo en el Evangelio. El hombre no podía oír y no podía hablar, pero Jesús le dio el don de acabar con estos impedimentos. ¿Por qué? Para que su vida humana pudiera alcanzar una mayor plenitud, en primer lugar.
Hablar y oír la Verdad
El Señor ha hecho el oído para colocar en el cuerpo el deseo de la persona de oír la Verdad. El Señor hizo la boca, las cuerdas vocales y la lengua para corporizar el hecho que una persona está llamada, habiendo escuchado la Verdad sin impedimentos, a hablar la Verdad también sin impedimentos. El oído ha sido hecho para escuchar la Verdad y el habla para hablar la verdad. Y esto es lo primero.
Jesús nos ha dicho a todos en el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, “¡Ábranse!” para que nuestros oídos, sin impedimento, escuchen la verdad, y nuestras bocas, también sin impedimento, hablen la verdad.
Existen dos tentaciones para todos nosotros: rechazar oír y hablar la Verdad. Una reciente encuesta señala que en cada 10 minutos de conversación se dicen por lo menos tres mentiras. Por lo menos tres mentiras cada diez minutos. Hay una tentación de usar la facultad de hablar contra los propósitos de Dios. El habla está puesta para decir la verdad. Y, de modo similar, muchos jóvenes están tentados a mentir frecuentemente; desafortunadamente, también en las relaciones de pareja. Conozco, por mi experiencia en el campus, una gran cantidad de historias en donde las relaciones no llegaron a buen término porque los muchachos y las muchachas se dijeron demasiadas mentiras.
Y esta tentación a mentir también puede llevar al plagio y al robo. Plagiar en los exámenes es mentir diciéndole al profesor que tú eres mejor de lo que en realidad eres en vez de trabajar duro para lograr la excelencia. La mentira y el plagio, para nuestros jóvenes en los años universitarios, son una gran tentación y, si uno se rinde, mientras más años tiene, peor es esta situación: hasta llegar al punto en que uno no puede recordar la cantidad de mentiras dichas.
Las mentiras para lograr la reforma de salud
Y aquí está el segundo punto: ¡tenemos muchos problemas en nuestra sociedad actual al respecto! Hay mucho impedimento para oír en nuestra sociedad y, como resultado, hay mucha incapacidad para hablar. Piensen por ejemplo en el debate sobre la reforma de salud.
De ambos lados del debate sobre esta reforma de salud se ha dicho, regularmente, mentiras. (Para una explicación sobre la enseñanza de la Iglesia sobre este asunto, ver mi columna en el Catholic Herald del 27 de agosto, “Seeking ethical health care reform”, En busca de una reforma ética de salud). Tantas personas parecen estar tan acostumbradas a oír mentiras que ya ni siquiera se dan cuenta. Y entonces, dependiendo del punto de vista, asisten a encuentros en los pueblos en donde se gritan esas mentiras mutuamente y, con frecuencia, al final no logran nada.
Cuando los oídos no están enfocados para escuchar la verdad y la boca ya no lo está para hablar la verdad, la comunicación se vuelve inútil. Las personas se reúnen, se gritan unas a otras, y lo único que se logra es que al final de la noche ninguna persona mate a otra. Y esa parece ser la única meta: “tuvimos una reunión en el pueblo y nadie fue asesinado: ¡Eso sí que está bien!”
El filósofo Emmanuel Kant decía que todo el mundo miente siempre, que la mentira es insignificante porque la gente solo puede “salirse con la suya” con una mentira y hacerla creíble si la mayoría dice la verdad y presume que lo que le dicen es también la verdad. Si todo el mundo supiera que todos los demás estaban mintiendo todo el tiempo, estaríamos acabados. Y sin embargo, parece que sí sabemos que muchos están mintiendo todo el tiempo y simplemente lo permitimos, y nos quedamos contentos por no habernos matado mientras se presentaban los argumentos.
Este no es el mundo que los grandes hombres y mujeres de Notre Dame quieren construir para sus hijos y nietos, y no es el mundo que cualquiera de nosotros quiere para nosotros mismos. Y este es el segundo punto: tenemos demasiados problemas en esta área de la sociedad. Necesitamos trabajar activamente para buscar oír la Verdad nuevamente y hablar la Verdad también.
Darle un trato preferencial a los pobres
El tercer punto se relaciona con la segunda lectura de hace dos domingos (Santiago 2:1-5) en la que Jesús habla sobre cómo debemos tratar a nuestros hermanos y hermanas: los ricos y poderosos y los pobres y débiles. Y está claro que nuestra fe cristiana siempre ha precisado que debemos darle un trato preferencial a los pobres.
Cada uno de nosotros está llamado a ser “Efatá” hoy. Cada uno de nosotros está llamado a oír la Verdad que afirma que es importante cuidar del pobre, del enfermo, del solitario, del oprimido y del indefenso. Tenemos que oír la Verdad y luego salir para hablar esa Verdad: ¡especialmente a través de nuestras acciones!
Ustedes, mis hermanos y hermanas, son los que tienen que ser “Jesús”, diciendo “Efatá” a nuestra sociedad y a nuestro mundo. Tienen que decirle al mundo “ábranse” para oír la Verdad, para hablar la verdad. Esa es la misión que aparece en las lecturas de hace algunos domingos, lo que es claro para el pensamiento de nuestra fe cristiana. Ustedes se convierten en Jesús al proclamar “¡ábranse!”
Quiero reiterar aquí lo que dije al terminar mi homilía en la Basílica, es decir, primeramente que quiero mucho a mi hermano Monseñor Darcy que es el Obispo de Fort Wayne-South Bend; y que quiero mucho también a los sacerdotes de la Santa Cruz y a la comunidad, con quienes regreso en el tiempo un buen trecho. Y quiero muchísimo a los estudiantes; y por eso volví al campus en estos días.
Y, finalmente, como les dije a los estudiantes y les digo ahora: al asumir la misión de ser “Efatá”, con Cristo y como Cristo, ¡no permitan que nadie ni ninguna ideología minen su determinación de ser siempre y de modo indudable pro-vida! Nuestra opción preferencial por los pobres tiene que asegurar primero la vida de los más vulnerables entre nosotros. Esa es la base de lo que realmente significa “Efatá”. Y si permanecemos de manera indudable siendo pro-vidas, sólo entonces lograremos la vida plena y la alegría que Jesucristo quiere para cada uno de ustedes benditos. ¡Porque cada uno de ustedes es en realidad bendecido!
¡Alabado sea Jesucristo!